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lunes, 5 de agosto de 2013

BACH Y PINK FLOYD - II

 R.P. Bertrand Labouche
BACH y PINK FLOYD
Breve estudio comparativo de la música clásica y la música rock





El ritmo da una estructura a la melodía. La frase melódica se desa­rrolla según la cadencia impuesta por el compositor. La “Carta a Eli­sa” o un Nocturno de Chopin, interpretados en ritmo de vals o de bo­lero se tornan prácticamente irreconocibles.
Consideramos aquí un ritmo regular, en dos tiempos (marcha), tres tiempos (vals), cuatro tiempos, etc.
El caso del canto gregoriano, en donde el ritmo no es acompasado, ha de ser considerado aparte: sus líneas melódicas se desarrollan a tra­vés de sucesiones de “arsis” (impulsos) y de “tesis” (descansos), en función del sentido del texto y del acento de la palabra latina. Este rit­mo particular, que ningún metrónomo puede medir, es la imagen de la oración, “la elevación del alma hacia Dios”,(1) seguida de su descanso en Dios; la quironomía (2) del canto gregoriano, siendo tan precisa como el compás clásico de la mano, no es por eso menos “inmaterial y flexi­ble”.(3)
Pero, que sea en este caso o en la música clásica en un sentido am­plio, se aplica la definición de ritmo dada por Platón: “La ordenación del movimiento”.(4)
¡El ritmo no es en sí mismo una cosa mala, evidentemente! Cierta­mente, el cuadro rítmico constituye un límite impuesto a la línea meló­dica; pero este límite es más bien un contexto que un collar de castigo, contexto en el cual la música puede desarrollarse en una infinidad de posibilidades. De otra parte, la elección misma de ritmos es abundan­te; para no evocar más que aquellas danzas que han inspirado a nume­rosos músicos; he aquí los más frecuentes: chacona, alemana, zaraban­da, siciliana, minueto, polaca, mazurca, vals, polca, etc.
La naturaleza que nos rodea está llena de ritmos: las estaciones, los latidos del corazón, el galope de los caballos, el canto de los pájaros, las olas del mar, el ruido del viento, el curso del tiempo, la órbita de los planetas en el espacio... obedecen a ritmos presentes en la Creación. Aunque estos ritmos no sean todos estrictamente periódicos, aun cuan­do muchos son de una impresionante regularidad como los del tiempo o del corazón (¡gracias a Dios!), se inscriben, cualesquiera que sean, en la inmensa “ordenación de los movimientos” de los cuales el Creador es el primer Motor. Constituyen un elemento importante del orden y de la belleza de la Creación.
Los ritmos de la música participan, en cierta manera, de aquellos de la creación, como los colores de las armonías reflejan sus múltiples be­llezas. La melodía, aún más elevada nació, analógicamente del músico, como la creación nació del pensamiento de Dios. Es el trazo de un di­bujo, la línea de una escultura.
El artista ha recibido del Creador el don de producir belleza.
En música, como la armonía, el ritmo acompaña, estructura la me­lodía. Pero, a diferencia de la armonía, el ritmo se dirige al hombre en su parte inferior, la parte corporal de su ser. Su cuerpo es movido por el ritmo, que le hace bailar, aplaudir, marchar o, al menos, mover el pie con un compás. Demasiado utilizado, ahogará la melodía y la armonía; muy violento, destruirá la melodía y la armonía queriendo asimilarlas. Beethoven, en su sonata “Appassionata”, o en su quinta sinfonía, im­prime tal poder al ritmo, que de un cierto modo, se apropia algunas ve­ces de la melodía. El ritmo pasa de ser estructura subyacente a ser prin­cipio activo. El genio de Beethoven, en esta lucha que es la expresión de su propio combate interior, sabe hacer triunfar la grandeza de su me­lodía y de sus juegos armónicos sobre un ritmo devastador. Este com­bate íntimo de Beethoven, ¿no es el mismo combate que opone el or­den del Antiguo Régimen a los principios de la Revolución Francesa? La vida de este gran músico,(5) precursor del romanticismo, se sitúa en­tre estos dos mundos: el orden moral y social según el plan de Dios, y la antítesis de este orden por vía de la Revolución.
Una pequeña nota: nuestros jóvenes que reclaman el ritmo, y que no van a buscarlo en lo mejor, ¡deberían escuchar Beethoven, o el bolero de Ravel, o Tchaikovski, Rimski Korsakoff, Liszt y una simple pieza como “La danza del sable” de Khatchatourián,... no se verán decep­cionados!
Otros autores como Vivaldi, Bach (v.gr. su “Aria”, de la Suite para orquesta n° 3), Haendel, Pergolesi, Albinoni (v.gr. su famoso “Adagio”), Mozart (v.gr. el motete “Laudate Dominum”), donde el ritmo permanece en su lugar como una simple y discreta estructura de la me­lodía, sin llegar a los desencadenamientos de Beethoven. La melodía y la armonía dominan tanto que el ritmo se hace olvidar, como el filó­sofo o el poeta, caminando por el campo, tan absorbidos en sus refle­xiones, que no se dan cuenta del tiempo o de la distancia que han reco­rrido. El oyente es pacificado, precisamente porque estos tres elemen­tos -melodía, armonía, ritmo- ocupan cada uno su lugar en perfecta conformidad con los componentes de la naturaleza humana: alma (in­teligencia, voluntad), corazón (sensibilidad), cuerpo.
Luego, se verifica el adagio: “La música suaviza las costumbres", eleva el alma, ennoblece los sentimientos y ordena las pasiones.
Descubramos ahora cómo una composición donde se ordenan la melodía, la armonía y el ritmo, puede convertirse en una obra maestra.


...¡Difícil de escoger! Nos limitaremos al estudio de tres piezas muy conocidas, cortas y fáciles de encontrar: el Introito gregoriano “Resurrexi”, de la Misa de Pascua; el primer preludio del “Clave bien temperado” de J. S. Bach y la sonata “Appassionata” de Beethoven. Cada una de estas obras ilustra respectivamente el lugar y la importan­cia de la melodía, de la armonía, y del ritmo en la música.
No pretendemos dar un curso de erudición musical, esperamos so­lamente, por una parte, aclarar aquello que un aficionado de la bella música quizás solamente puede entrever, y de otra parte, suscitar a los apasionados a la música rock y sus derivados, el deseo de escuchar otras obras.
¡La música no comenzó con Elvis Presley!


No sin vacilaciones fue que opté por esta pieza. En un primer mo­mento, mi elección había sido el motete “Laudate Dominum”, de Mozart, cuya línea melódica es tan noble, serena y pura. Después, refle­xionando sobre su maravillosa conformidad con el texto del Salmo 116, me pareció una pena no escoger una pieza del comentario musical más acabado de los textos sagrados, que es el canto gregoriano.
Una pequeña anécdota ilustrará este propósito: el gran director del coro de Solesmes, Dom Joseph Gajard, mientras celebraba una Misa rezada, tardó más de lo normal en la lectura del Gradual, a tal punto que su acólito le preguntó después si no se había sentido mal. “No, —le res­pondió Dom Gajard— pero yo no comprendía bien el sentido del tex­to, entonces me canté la melodía interiormente, la cual me lo explicó”.
No consideraremos este canto como “la oración cantada de la Igle­sia”, sino bajo un ángulo musical y en su relación estrecha con el tex­to. Aunque deba dar necesariamente consideraciones espirituales, que explicarán esta relación entre el texto y la música, mi preocupación principal será sobre la melodía y su belleza, a pesar de su aparente sim­plicidad.
¿Voy a exponerme a aburrir al lector del siglo XXI por estas reflexiones sobre una música tan poco contemporánea? Permítanme res­ponder con Saint-Exupéry:
No hay más que un problema, uno sólo: volver a dar a los hom­bres una significación espiritual; hacer llover sobre ellos algo pareci­do al canto gregoriano... No hay más que un sólo problema: redescu­brir que existe una vida del espíritu aún más elevada que la de la inte­ligencia, la única que puede satisfacer al hombre’’.(6)
La melodía gregoriana tiene este poder, como lo revela esta obra sin igual, el Introito “Resurrexi”.
He aquí el comentario,(7) acompañado de consejos de interpretación presentados por Dom Gajard, este monje benedictino que fue un gran músico, heredero espiritual de Dom Moquereau, autor del libro “El Nombre Musical”:
“...Una pieza incomparable, con certeza única entre todo el reper­torio: el Introito Resurrexi, donde el Señor mismo, habiendo termina­do la gran obra para la cual Él había venido a la tierra, se presenta delante de su Padre para decirle su adoración y su amor. Aquí todo es divino: es un éxtasis de Dios en Dios. Este Introito es completamente inmaterial, espiritual. Sin «movimiento»; no sale de los límites de la quinta regla, excepto en Mirábilis, donde alcanza el do grave, dando a la oración una mayor profundidad; raramente alcanza a las notas extremas re y la, y se mantiene ordinariamente dentro de la tercia mi-sol. Es poco para un canto triunfal, pero se trata del triunfo de un Dios, de alguien que supera las condiciones de nuestra naturaleza. Parece el eco, traducido en lenguaje creado, de la conversación que se tiene en la Trinidad”.




“Después de la primer frase, que es como una toma de conciencia muy dulce, por el Señor, y la alegría de encontrarse con Dios, de estar ahí para siempre (observen toda la paz y la ternura que evoca la frase adhuc tecum sum), afirmen un poco más la segunda frase, posuisti etc., con sus períodos largos en fa, donde se tiene la impresión de una ma­no extendida y todopoderosa, y canten dulcemente el Aleluya que la cierra, mientras se mantiene bien cada uno de los re en la (marcado con un _= tenete, en uno de nuestros manuscritos), y prolongando in­definidamente el fa final, totalmente extático.
“Después de un largo silencio, el Señor, como despertándose y to­mando de nuevo conciencia de Sí mismo, murmura en un movimiento de admiración y de amor: «Ah, sí! Sin duda tus obras son admira­bles», (Mirabilis facía est sciencia tua), dado en un crescendo bien marcado. Finalmente los dos Aleluya, el primero con un balance muy dulce de mi a sol (leniter, dicen aquí los manuscritos), y el último, que termina en mi, nos dejan en esta atmósfera de paz, de calma, de con­templación extática donde estamos desde el inicio”.
Los consejos que Dom Gajard da después son particularmente inte­resantes: muestran cómo esta música es inconcebible sin la vida inte­rior que la inspira y la anima. Es ante todo el canto del alma, el cual da una forma al canto que no es más que una sucesión, considerada en sí misma sin gran valor, de algunas notas.
Es un hecho que la belleza musical está ligada también a su inter­pretación; esta interpretación será tanto más exitosa cuanto más se con­forme a la inspiración del músico. La inspiración, etimológicamente,(8) es este soplo interior que guía al compositor. Pero ¿no parece mejor de­jar la ejecución de este canto a especialistas? No necesariamente. El canto gregoriano es el canto de la Iglesia, en el cual el pueblo cristiano debe participar: “Yo quiero que mi pueblo cante en la belleza”, decía San Pío X.(9) En menos de un mes, durante un Campamento para jóve­nes, un seminarista logró hacer cantar honorablemente el “Salve Regi­na” solemne gregoriano a jóvenes que ignoraban el canto gregoriano. Él les enseñó la melodía, poco a poco, haciéndoles repetirla de memo­ria, porque ellos no sabían leer las notas; pero más aún, él les explicó el texto, porque el canto debía evocar aquello que decía el texto. Los niños entonces asimilaron el texto a la música, lo que facilitó conside­rablemente la memorización tanto del texto como del canto, así como la calidad de la ejecución. La comprensión del texto es inseparable de la belleza del canto, como la belleza de una pieza de música instrumen­tal es inseparable de la comprensión de su interpretación.
Porque, precisamente, la música no es solo una serie de notas y de sonidos. Va más allá, traduce una idea, una pintura, un combate, un ideal, sentimientos y pasiones. Toda música, en verdad, revela al mú­sico. Según el adagio escolástico: “Agitur sequitur esse” (la acción es función del ser). También se aplica a la música. Bach o Beethoven o el rockero cantan lo que son, su grandeza o su bajeza, su paz, su con­fianza o sus luchas interiores, su inteligencia o su animalidad. Ellos cantan a aquello que aman: Dios, la Virgen María, su Patria... O el amor pervertido, su ego, las fuerzas del mal, etc.
Santa Cecilia es la Patrona de la música sagrada, y de los músicos en general. ¿Será que Santa Cecilia cantaba hermosamente o tocaba un instrumento con destreza? No, al menos la historia no ha mostrado es­to; pero durante el festín pagano de sus desposorios, ella cantaba en su corazón la gloria de Dios y su deseo de consagrarle a Él su vida: es es­te canto interior, el canto de su corazón, el que le valió el título de Pa­trona de los músicos...
He aquí lo que un gran maestro de coro gregoriano enseña para que el canto de la voz se una con el canto del alma, la de la Iglesia.


1. " Elevado mentís ad Deum ” - Santo Tomás de Aquino, In psalmos, proemium.
2. El arte de dirigir un coro con la mano (“kiros”, en griego: la mano).
3. J. Coudray - "Método de Canto Gregoriano según los principios de Solesmes», pág. 34.
4. "Las Leyes", 11,1.
5. Beethoven tenía 19 años en 1789
6. “Que faut-il dire aux hommes” - Última carta de Saint-Exupéry.
7. Extractado de la Revue grégorienne, de marzo de 1946.
8. En latín: In-spirare, soplar dentro.
9. Cfr. su Motu Proprio: "Tra le sollecitudine”, del 22 de noviembre de 1903.