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lunes, 15 de agosto de 2016

LA MUJER MODERNA




La mujer moderna se ha hecho igual al hombre, pero no es feliz. Ella se ha “emancipado”, lo mismo que un péndulo quitado de un reloj que ya no cuenta con la libertad de mecerse, o como una flor que ha sido librada de sus raíces. Ella se ha devaluado en su búsqueda de la igualdad matemática en dos formas: al convertirse en una víctima del hombre y en una víctima de la máquina. Ella se convirtió en una víc­tima del hombre al convertirse únicamente en el ins­trumento de su placer y atendiendo a sus necesidades en un intercambio estéril de egoísmos. Se convirtió en víctima de la máquina al subordinar el principio crea­dor de la vida a la producción de las cosas que no tienen vida, lo cual es la esencia del comunismo.

No se trata de condenar a la mujer profesional, ya que la pregunta importante no es si una mujer en­cuentra favor a los ojos de un hombre, sino más bien si ella puede satisfacer los instintos básicos de la mu­jer. El problema de una mujer es ver si a ciertas cualidades otorgadas por Dios y que son específica­mente de ella, se les está dando una expresión total y adecuada. Estas cualidades son principalmente devo­ción, sacrificio y amor. Éstas no necesariamente deben expresarse en una familia, ni siquiera en un convento. Pueden encontrar una aplicación en el mundo social, en el cuidado de los enfermos, los pobres, los igno­rantes; en las siete obras corporales de misericordia. Algunas veces se ha dicho que la mujer profesional es dura. Esto puede ser cierto, en algunos momentos, pero si es así no es debido a que tenga una profesión, sino porque ella ha separado su profesión del con­tacto con los seres humanos, de modo de poder satis­facer las más profundas ansiedades de su corazón. Pue­de ser muy posible que el actuar contra la moral y la exaltación de los placeres sensuales como propósito en la vida, se deban a la pérdida del objeto espiri­tual de la existencia. Después de sentirse frustradas y desilusionadas, estas almas se aburren, primero, luego adoptan el cinismo y finalmente el suicidio.


La solución se halla en el regreso al concepto cristiano, en donde el acento se pone no sobre la igual­dad, sino sobre la equidad. La igualdad es ley. Es matemática, abstracta, universal, indiferente a las con­diciones, circunstancias y diferencias. La equidad es amor, misericordia, comprensión y simpatía. Permite la consideración de detalles, exigencias y aun aplica­ciones de reglas fijas que todavía no ha adoptado la ley. En especial, es la aplicación de la ley a una per­sona individual. La equidad coloca su seguridad en los principios morales y está guiada por un conoci­miento claro de los motivos de las familias individua­les, que caen fuera del alcance de los rigores de la ley.

La equidad, por lo tanto, más que la igualdad, debería ser la base de todo reclamo femenino. La equidad es la perfección de la igualdad, no su sus­tituto. Tiene la ventaja de reconocer la diferencia es­pecífica entre el hombre y la mujer, cosa que no tiene la igualdad. El hombre y la mujer son iguales ya que tienen los mismos derechos y libertades, la misma meta final en la vida y la misma redención por la sangre de Nuestro Salvador, pero son diferentes en función. La razón de que el hombre y la mujer se complemen­ten uno al otro es que son desiguales.

Cuando el hombre ama a la mujer, es natural que mientras más noble sea ésta, más noble sea el amor, y mientras más altas sean las demandas por parte de una mujer, el hombre deberá ser más digno. Es por esto que la mujer es la medida del nivel de nuestra civilización. Nuestra época debe decidir si la mujer reclamará la igualdad sexual y el derecho de traba­jar con hombres, o si ella reclamará la equidad y dará al mundo lo que ningún hombre puede dar. En los días paganos, cuando las mujeres querían simplemente ser iguales a los hombres, perdieron el respeto. En los días cristianos, cuando los hombres eran más fuertes, la mujer era más respetada. La mujer de esta época en que la justicia sufre un colapso, deberá escoger entre igualarse con los hombres con exactitud rígida o recobrar la equidad, misericordia y amor, entregando a un mundo sin ley algo que nunca podrá dar la igualdad.


Mons. Fulton J. Sheen, “El poder del amor”.