UN CUENTO DE HADAS
Queridos
amigos y benefactores, permítanme contarles un cuento de hadas.
Había
una vez una pequeña y linda niña nacida en una familia que ocupaba un alto
rango en el reino. Su nombre era Diana. Por supuesto, su padre y madre habrían
debido comportarse de acuerdo a su rango, porque para eso están las clases
altas. Desafortunadamente, cuando Diana tenía sólo seis años de edad, su madre
se escapó de su hogar, lo que fue un mal ejemplo y un cruel golpe para todos los
niños de la familia.
De
todos modos, Diana creció y se convirtió en una hermosa joven mujer que amaba
ir a fiestas. Hete aquí que el Príncipe del reino y heredero del trono era
unos cuantos años mayor que Diana y no le gustaban las fiestas; amaba a una
mujer llamada Camila, pero Camila estaba casada con otro hombre. Así, cuando el
Príncipe se encontró con Diana, ambos se enamoraron y se unieron en matrimonio.
La boda fue como un cuento de hadas. Todos los súbditos estaban alegres con su
nueva Princesa; era la delicia del reino.
Cuando
se convirtió en la madre de dos saludables hijos, William y Henry, que podrían
luego suceder en el trono de su marido, los súbditos estaban aún más
contentos. Pero las cosas no iban bien entre el Príncipe y la Princesa. Ambos
amaban a sus hijos, pero ya no se tenían más amor mutuo. Y así, a pesar de que
como heredero y heredera al trono ellos habrían debido dar el mejor ejemplo al
reino, el Príncipe aún amaba a Camila y la Princesa aún amaba el tipo de
fiestas que tal vez fueran más adecuadas para jóvenes solteras, pero
ciertamente no para una futura Reina. Como resultado, cada uno de ellos le fue
infiel al otro, comenzando de allí en más a vivir desdichadamente.
Ahora
bien, si se hubieran guardado esa desdicha para sí, tal vez habrían salvado el
hogar para sus hijos. O si hubieran permitido que muy pocos supieran de sus
respectivas infidelidades a los votos matrimoniales, tal vez no hubieran dado
mal ejemplo a los súbditos. Pero los súbditos de este reino eran corruptos. No
les molestaba el mal ejemplo, tal vez porque el mismo les permitía estar más
libres para ser infieles ellos mismos.
Así
el Príncipe y la Princesa, en lugar de ocultar sus desdichas, las proclamaban a
los cuatro vientos para ganar el apoyo de los súbditos, porque el Príncipe
seguía queriendo ser un día Rey, mientras que la Princesa quería ser libre. Por
supuesto, sólo la muerte podría interrumpir su unión matrimonial, pero nada
les prohibía separarse, desmantelando el hogar de William y Henry.
Finalmente
así lo hicieron: el Príncipe fue nuevamente libre de retomar a Camila (¡quien
también ya había abandonado a su marido!), mientras que Diana empezó a
frecuentar a un hombre después de otro. ¿Estaban acaso los súbditos
escandalizados como habría correspondido ante semejante conducta? No lo
parecían. Parecían satisfechos de que las clases altas fueran tan bajas como
ellos. Así, como al Príncipe le faltaba simpatía, se preguntaban si en realidad
lo querían como Rey; pero como Diana era hermosa y fascinante cada vez que se
proponía hacer lo que quería, ella seguía siendo la niña de sus corazones, aún
si debía abandonar el título de "Alteza Real".
A
pesar de esto, cuando su hijo mayor, el joven William, se enteró de la idea de
su madre de "casarse" con el "compañero" de turno, un
forastero extranjero perteneciente a una extraña religión, se molestó
seriamente. ¿Pero a quién le importaba que William o Henry estuvieran molestos?
¿O a quién le importaba el escándalo dado a todas las buenas almas del reino
por la publicidad mundial de los adulterios de su madre? A uno le molestaba, y
él tenía razón.
Diana
había elegido como compañero a este forastero que tenía un poderoso automóvil
y había elegido a un conductor que confiaba poder beber abundantemente a la
vez que conducir de una manera suficientemente veloz como para dejar atrás a
los fotógrafos, ante quienes se ufanaba que no podrían alcanzarlo porque la
Princesa, esta vez a diferencia de tantas muchas otras veces, había elegido no
hacer uso de ellos. Entonces ¿cuántos elementos no fueron elegidos en el
accidente que luego tuvo lugar?
El
"compañero" y el conductor murieron instantáneamente, la Princesa
estaba herida, inconsciente. ¿Tuvo antes del impacto, como le ocurriera a la
astronauta del transbordador espacial "Challenger", un momento de
conciencia (o presencia de ánimo) para pensar en sus dos hijos? En pocas horas
ya estaba muerta. Los herederos al trono habían perdido a su madre mientras
ella se divertía con un play-boy en la noche de París.
¡Oh,
qué gran desconsuelo el de los súbditos del reino! En la efusión de dolor por
su Princesa de cuento de hadas —a la cual fueron dados los honores del reino—
¿quién se atrevió a mencionar a Dios o los Diez Mandamientos? ¡Cualquier
palabra de protesta hubiera sido ahogada en los mundiales diluvios de
compasión! Porque ¿quién que tuviera corazón podría acaso pensar en ese momento
en su traición a sus hijos, a su hogar, a su maternidad? Todos los pajaritos
del cielo suspiraban y sollozaban y todos los súbditos del reino tuvieron tanta
compasión que se llegaron a sentir bien, satisfechos de ellos mismos, por lo
menos por una semana. ¡Por tanto el cuento de hadas tuvo después de todo un
final feliz!
Queridos
amigos y benefactores, todos somos pecadores, todos tendremos que dar cuentas
en el Juicio de Dios, todos nosotros necesitamos Su Divina misericordia.
Lamentamos la repentina e imprevista muerte de cualquier ser humano, incluida
la Princesa Diana, y rogamos que Dios haya podido de alguna manera tener
misericordia de su alma (ella provenía de un hogar deshecho). Pero hay ciertos
principios que no podemos dejar pasar por alto.
El
matrimonio es una institución divina y social. Es divina, porque fue instituida
juntamente con la naturaleza humana por Dios para asegurar la continuación de
esa naturaleza. Es, ante todo, una institución social porque mientras los
hombres y las mujeres comen y beben para asegurar su supervivencia como
individuos, se casan para asegurar su supervivencia como especie. Es verdad,
tanto al matrimonio como a la nutrición Dios ha agregado placeres personales
para asegurar que los hombres no dejen de casarse ni de comer, pero mientras
el comer solamente puede ser personal, el casarse es, ante todo, algo social.
Esto
está probado por las heridas psicológicas que uno puede observar en los hijos
de parejas divorciadas. Especialmente cuando son muy jóvenes todavía para
racionalizar (entender) el egoísmo de sus padres, los niños sufren un profundo
sentido de injusticia porque instintivamente saben que ellos no están allí
para el bien de sus padres, ni que tampoco están los padres allí el uno por el
bien del otro, sino que — por la estructura del matrimonio— ambos padres han de
estar allí por el bien de los hijos (¡lo que no significa que los deban
malcriar!). La justicia se satisface cuando los hijos sepan negarse a sí
mismos cuando les toque a ellos el tumo de tener hijos.
Que
el matrimonio es ante todo social está también demostrado por el deber y el
derecho que tanto la Iglesia como el Estado tienen de legislar, cada uno de
éstos en su propia esfera, en cuestiones de matrimonio. Por ejemplo, así como
la Iglesia debe hacer todo lo que pueda para desalentar matrimonios mixtos, lo
mismo debe el Estado prohibir los llamados "matrimonios"
homosexuales. Tanto para la Iglesia como para el Estado, esto es una cuestión
de autopreservación y supervivencia.
Se
sigue que cuando el liberalismo
convierte en sacrosanto al individuo, y subordina completamente la sociedad al
individuo, entonces el matrimonio (lo mismo que la Iglesia y el Estado) se
destruirán desde dentro. El matrimonio dejará de ser ante todo social: su
primer propósito dejará de ser el traer niños al mundo, en contra de lo que la
Iglesia Católica siempre enseñó. Los placeres personales se convertirán en el
primer propósito —como lo practica la Iglesia Nueva— relegando a los niños a un
plano secundario.
Por
supuesto, el adulterio y el divorcio dejarán de ser importantes, y la Princesa
del cuento de hadas — quien sienta el precedente de dedicarse a la búsqueda de
otros hombres, relegando a sus hijos a un puesto secundario— se convierte en
una Santa a quien los medios de comunicación canonizan y a quien millones de
pobres almas con corazones vacíos y vidas más vacías tratarán de imitar. Pero
por encantadora o hermosa que sea tal princesa, la sociedad que la glorifica está en proceso de desintegración: de un
hogar destruido, a fiestas de música rock; de fiestas de música rock, a
destructora de hogares; ésta fue su suave progresión. Canonizarla es sacudir
violentamente las fundaciones de la sociedad, un paso más hacia el suicidio
social, así como el rock expresa el instinto suicida de la juventud de una
sociedad destructora de hogares.
La
sociedad debe elegir. No se puede
glorificar la farándula y el cuidado de los niños al mismo tiempo. No se puede
elogiar a la Princesa Diana y a la vez repudiar la música rock. Conductas como la de ella son de donde
proviene la música rock. Tal vez los hombres se engañen, pero no Dios. En
un momento dado, con el grito de "¡Basta!", Su justicia permitirá que
reunamos todos los elementos para nuestro colectivo choque frontal contra el
muro y repentina extinción. "De la muerte repentina e imprevista,
¡líbranos Señor!"
Con
los mejores deseos y bendiciones, en Cristo Señor,
Monseñor Richard
Williamson, 5 de septiembre de 1997.