SERTORIO
Si la muerte de Europa tiene una canción, sin duda es Imagine, resumen del pensamiento de los sesenta, la década prodigiosa que nos dejó un futuro sembrado de minas que ahora nos estallan en cadena.
Si la muerte de Europa tiene una canción, sin duda es Imagine, resumen del pensamiento de los sesenta, la década prodigiosa que nos dejó un futuro sembrado de minas que ahora nos estallan en cadena.
Imagine tiene la virtud de su
sencillez musical y lírica, que emite ideas muy simples y de una potencia
enormemente destructiva. Todo el credo mundialista que nos aflige se concentra
en sus elementales estrofas, que llegan a cualquier entendimiento por muy
mediano que sea; es la característica de las canciones pegadizas: un mastuerzo
puede repetir su letra con la ayuda del ritmo, técnica que está en los orígenes
de la expresión poética y que funcionó desde los rapsodas homéricos hasta los
romances de ciego. La diferencia es que ahora nuestra capacidad retentiva se
halla tan disminuida que sólo unos versos muy breves, como los de Imagine, pueden
arraigar en el cerebro sin memoria de las masas. Además, la música llega a la
parte emocional de nuestra personalidad, no tiene las intermediaciones más
racionales de la literatura o, incluso, de la pintura. Por todo ello, Imagine resulta
más destructora que un ejército de blindados y su expansión a lo largo de casi
medio siglo así lo demuestra. La ONU no podría escoger un himno que mejor
refleje sus fines.
Si resumiésemos el contenido de la canción nos
saldría algo como esto: No hay cielo, no hay infierno; la religión, la patria,
la propiedad y la moral son malas; si no existiesen, todos viviríamos felices
en un mundo unido y en paz. Es un mensaje antiguo, que no ha dejado de sonar en
Europa de una manera o de otra desde que Rousseau escribió El Contrato
Social y ese monstruo pedagógico que fue Emilio. La
ventaja de Lennon sobre el ginebrino es su absoluta falta de nivel intelectual;
mientras que los libros de Juan Jacobo se siguen leyendo muy bien y son
clásicos de la literatura francesa, en especial sus Rêveries y
las siempre apasionantes Confessions, Lennon es un icono de masas,
carente de hondura y de estilo, pero que por su misma superficialidad llega
magníficamente bien al vulgo. Rousseau exige un esfuerzo intelectual que el
hombre sin atributos de la posmodernidad no es capaz de realizar, su
intelecto warholiano apenas llega para entender una mínima
cancioncilla.
La inteligencia no hace falta en la era de la
publicidad, más bien es un estorbo. Eslóganes facilones y cancioncitas
pegadizas forjan el alma del consumidor alienado, ese zombi que invade los
centros comerciales, se aglomera en los estadios e infesta los grandes museos,
donde guarda gigantescas colas para ver lo que no entiende, pero que debe ser
muy bueno ya que lo anuncian. Este es el destinatario de Imagine:
el rebelde sin causa, el niñato protestón y mimado; el vitellone occidental:
frívolo, irresponsable e ignorante, perpetuo hijo tonto de mamá que nunca
crece, que ha sido formado en los valores de la Contracultura de los sesenta,
pero que vive como un buen burgués, comodón y timorato; un radical limitado
siempre por su egotismo; en definitiva, un adolescente perpetuo.
Nuestro sistema educativo los produce por millones, son la gran cosecha humana
de los últimos sesenta años. A todos ellos, en las clases de Inglés, de
Historia, de Ciudadanía o hasta de Religión (de los curas
bergoglios libera nos, Domine), se les habrá puesto Imagine o Blowin’
in the Wind o We Shall Overcome; nuestros bachilleres no
sabrán distinguir Parsifal de La Verbena de la Paloma,
pero seguro que reconocen y hasta pueden cantar alguna de esas tres canciones.
Y este es el origen de buena parte de nuestros males: la Contracultura ha
expulsado de las aulas a la Cultura, y con ella a los valores que han formado
nuestra civilización y que ahora hay que desterrar porque resultan maduros,
viriles, anticuados, exigentes, incómodos y elitistas. Pero no sólo por eso, en
el indisimulado proceso de degradación intelectual y material de los europeos,
es más que necesario que los valores que vertebran una sociedad digna
desaparezcan o se les contemple como sujetos de irrisión cuando no de repulsa:
la patria, la religión, la propiedad, el sacrificio propio, la moral, la
familia… todo ello se destruye en aras de la felicidad, algo
completamente subjetivo, que depende de los gustos y del momento de cada uno,
que sólo puede originar una perpetua insatisfacción y un narcisismo
hipertrofiado. La búsqueda de un imposible es el veneno que está destruyendo a
Occidente y que nos sumerge en las arenas movedizas del nihilismo. Felicidad es
el mito que justifica la ideología de género, el carpe diem vulgar,
sin principios ni estética, e incluso la renuncia a la propia defensa y a la
propia identidad; es el elemento que desintegra toda pretensión colectiva, toda
entrega a una empresa superior. Pero, como le respondió De Gaulle a Emmanuel
d’Astier cuando éste le preguntó si era feliz: D'Astier, vous êtes
complètement stupide. Le bonheur, ça n’existe pas [D’Astier, usted es
completamente estúpido. La felicidad…, eso no existe]. Y el
ególatra de Colombey tenía razón: la felicidad es tan subjetiva, tan variable y
tan efímera que si existe es como un breve soplo, un instante, un fulgor, un
estremecimiento, un brevísimo segundo de plenitud y, por lo general, una
memoria nada fiable de cuando éramos felices. Algo, curiosamente,
muy de quinceañero.
No es de extrañar que, al producirse un atentado
islamista, aparte de los peluches, las velitas y los eufemismos al uso, se
cante Imagine, que no es sino una forma de cerrar los ojos, como el
niño que no quiere ver la dura realidad y se refugia en sus ensoñaciones.
Mientras se certifica con sangre que la religión, la patria y el deber existen
y exigen, los europeos crepusculares prefieren seguir con su ilusión narcisista
y negar lo evidente: Imagine.